Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

domingo, 10 de enero de 2010

En aquella ciudad imperial...




Todavía no sé si me gustó Marrakech.


Aquel día llegábamos desde el Atlas y resultó distinta a todo lo que habíamos vivido hasta entonces en Marruecos; en vez de calles semidesiertas nos encontramos aglomeraciones; en lugar de carreteras vacías nos topamos con el denso tráfico; nos olvidamos de silenciosas jaimas y maravillosas kasbas y nos sorprendimos con problemas para encontrar un hotel.

Aquí descubrimos cómo se circula por ciudad en el país vecino: lo importante es avisar, tocas la bocina y te metes por donde quieras, izquierda, derecha, rotonda, semáforo… da todo igual, tú has tocado la bocina y tienes preferencia. Y los demás lo saben. Y de esta manera nadie se enfada. Solamente el turista intransigente se atreve a hacerlo... es curioso.
Y para cruzar andando una calle con varios carriles lo mismo pero sin bocina. Solamente tienes que empezar a cruzar, como si no hubiera coches. Ellos se van parando. Es algo difícil de explicar, pero yo lo hice. Me sentía como Moisés en el Mar Rojo.



Cuando hubimos encontrado alojamiento, tan caro como malo, me vino a la cabeza una de esas ideas tan poco cautas que de vez en cuando afloran en mi psique:
Me pareció que sería genial dar una vuelta con las motos por la medina y los zocos, el corazón del viejo barrio árabe de Marrakech. Mi amigo Álvaro que ya me conoce y sabe en qué líos acostumbro a meterme, intentó disuadirme pero… pero ya nos habíamos perdido los dos. Lo malo fue que al doblar alguna de aquellas esquinas desapareció cualquier atisbo del mundo occidental, las calles se tornaron todas estrechísimas, nadie nos entendía y nadie nos quería entender; no había lógica para intentar salir de allí.


El ambiente no ayudaba a tranquilizarnos: el olor en estos zocos es muy característico y mires a donde mires hay mil colores desordenados, hay mil ojos observándote, suenan oraciones y rezos a través de altavoces colocados por las esquinas... y allí estábamos nosotros, perdidos, despistados, asustados.





Un buen rato más tarde, sin saber muy bien cómo, terminamos perdiéndonos en nuestra pérdida: no supimos salir, pero salimos y nos encontramos al fin fuera de aquel laberinto que nos había vomitado realmente a otro continente, a otra cultura y probablemente a otro siglo.
Y decidimos aparcar las motos para comprobar que Marrakech es mucho más bonita a pie. Descubrimos que existe un punto que parece ser el corazón de la ciudad: se trata de la plaza Jemaa el-Fna con sus dos caras, una de día y otra de noche. Si ya se ha puesto el sol se muestra repleta de restaurantes ambulantes que por arte de magia desaparecen por la mañana, llena de ruidos, colores y olores, llena de gente, de turistas, llena de Marruecos. Un lugar peculiar esta plaza por la noche.







Sin embargo cuando el sol calienta, Jemaa el-Fna está tomada por mil puestos de especias, por encantadores de serpientes, adivinos, iluminados, cuentacuentos, timadores, los famosos aguadores de Marrakech, acróbatas, puestos y puestos de naranjas, limones y pomelos (extraordinarios sus zumos), incluso vendedores de hachís… Es difícil encontrar en cualquier otro lugar del mundo un bullicio similar.
Todavía no sé si me gustó Marrakech. Pero, sin duda, volvería a ir.








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