Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 3 de marzo de 2018

El mundo no se acaba allí





Oro y perros

Yo estaba emocionado, uno no cruza el estrecho de Magallanes todos los días. 
Unas toninas, una suerte de delfín austral, salen juguetonas, a nuestro encuentro.
Cuando al fin apoyamos nuestros neumáticos en la mítica Tierra del Fuego llegamos a Porvenir. ¡Qué sugerente!
Debe su origen, y su nombre, a la fiebre del oro de finales del siglo XVIII. Pero el oro se acabó y solamente se quedaron con el nombre.
Aprovechamos para comprar algunos víveres, no en vano, hoy dormiremos en Ushuaia. 
Hay dos calles principales, un parque y unos veinte perros. A mí me persigue uno.
Cuando, finalmente, nos vamos del pueblo mi cara refleja una cierta preocupación, no tanto porque al fin llegamos al ripio y viento patagones sino porque… ¿Será nuestro porvenir como el del pueblo, vacío de oro y lleno de perros?




El sueño de Bajo Caracoles

Algunas noches sueño que todavía estamos en Bajo Caracoles, en mitad de la nada, en la Patagonia, sin gasolina.
Sigue sin haber combustible en el surtidor más triste que jamás haya visto, por mucho que se intente disfrazar con miles de pegatinas viajeras.
Casi 200 kilómetros nos separan de Cochrane y su gasolinera repleta de nafta. No llegamos.
Vuelvo a hacer una fotografía panorámica, vuelve a salir un secarral, cuatro cosas y cuatro casas. Y la Ruta 40.
Hoy ha llegado un ciclista, ha comido algo, ha comprado agua y se ha ido. Es mi superhéroe.
Por la tarde han llegado cuatro motos con depósito de treinta litros y dos autocaravanas. Han fruncido el ceño al ver que del surtidor (el más triste que jamas haya visto, ya te digo) cuelga una araña que teje su telaraña. Pero después de descansar un rato, han huido, sabiendo que pueden llegar hasta Gobernador Gregores, al sur.
Les despedimos con resignación y con bastantes lágrimas en los ojos… y volvemos a nuestro cautiverio esperando que llegue del cielo un camión lleno de gasolina, que llene el surtidor (el más triste que jamás haya visto, ya sabes) y éste llene nuestras motos.
Pero luego me despierto, sudando, con la lengua seca, con polvo en mi frente. Una telaraña se escapa de mi sueño y entonces recuerdo que, aquel día, mientras yo esperaba sobre la moto, Quique perseguía al habitante de Bajo Caracoles hasta que consiguió convencerle para que hurgara en el depósito y encontrara diez litros para cada uno, con tal de que nos fuéramos.
El triste surtidor sonrió cuando nos vio escapar.
La araña, ni se movió.



Una montaña que fuma

En El Chaltén nos quedamos sin dos fotografías, la mía porque nos fuimos, la suya porque el Fitz Roy, la montaña que fuma, no dejó de bailar con las nubes.
En el pueblecito hay mucho ambiente montañero. Cumbres míticas, montañas bellas. Las estrellas se posan sobre las nubes blancas alumbrando el camino de los silencios. Hace frío de nieve. Debemos irnos.
Por aquella larga y triste recta, de vez en cuando, Quique y yo mirábamos por nuestros retrovisores. No lo olvides, Fitz Roy, nos debes dos fotografías.




El lago y su espíritu

Chelenko duerme en el fondo del segundo lago más grande de Sudamérica. 
Eso creíamos.
Un día fuimos a ver la catedral, las capillas, las cavernas y los animales. Todos de mármol. Y si hubiera dado tiempo, algunos glaciares. Todo espectacular en los catálogos de turista.

A mí me dio la risa. No digo yo que no fuera bonito, pero yo no veía ninguna de las figuras.
Enfadado, Chelenko dejó el fondo del lago y las aguas empezaron a moverse y a subirse a nuestra lancha.
En la proa van dos chicas, una no ha pagado y la otra ha subido invitada. Van empapadas. El israelí que también, no ha abierto la boca en todo el trayecto.
Nuestro capitán va implorando a voz en grito que el espíritu del lago se tranquilice. Un detalle que al espíritu no sé, pero a nosotros no nos tranquiliza mucho.
Cuando, al fin, pisamos tierra firme, el japonés nos devolvió las cervezas que debimos haber bebido, plácidamente, durante la navegación. 
Estoy seguro de que por los valles de los Andes aún se puede escuchar la voz de aquel loco capitán, a ratos suplicando, a ratos desternillándose:
¡AFÍRMATE, CHELENKO, AFÍRMATE!




  Carlos, de Bariloche

Conocimos a Carlos, de Bariloche, en San Carlos de Bariloche. Un tío poético hasta para eso. Acostumbrado a rimar grandes triunfos laborales con grandes decepciones personales. Un día cumplió 50 años, se compró una bicicleta y dejó de fumar. 
Su almohada, siempre huele a perfume de mujer.




El hechizo del hielo

Cómo iba yo a decir que no fuera hermoso. Lo que digo, es que, aquel día, no había magia.
Tantas ganas tenía de ir, tantas fotografías había observado, tantas historias me habían contado que, cuando aquella extraordinaria carretera, repleta de maravillosas curvas entre bosques y lagos, nos dejó frente al glaciar Perito Moreno, una pequeña dosis de decepción se apoderó de mí.
El glaciar es enorme. El sonido de sus paredes de hielo desprendiéndose cada poco rato para caer sobre el lago, es estremecedor. Las hordas de turistas eran menos gruesas de lo previsto. Un momento esperado, un deseo cumplido…
Ya de vuelta, siguiendo las estelas de Eduardo y Quique, comienzo a sonreír. Es el lago, el lago Argentino.
El lago nace del derretimiento de varios glaciares. Hielo derretido. Leche glaciaria.
Arrastrando diminutos sedimentos que se han ido erosionando de las rocas, arrastrando diminutos reflejos de las estrellas que noche tras noche, durante miles de años, se miraban en el reflejo del Perito.
A ratos era turquesa, por momentos era de tonos azules que yo jamás hubiera imaginado. Verde era a veces, índigo era otras… y al fondo, el árido color de la tierra seca, tonos beiges y marrones… contraste mágico e inesperado, el alma del Perito Moreno salía a despedirnos. 
Momento de paz. 
Colores hermosos y hechiceros que, para siempre, me llevo.



Llueve en los Andes


Un día empezó a llover.
Parecía lluvia imposible.
Yo llevaba un pellejo de borrego en el asiento y las botas sucias. No necesitaba más.
Había obras. Cualquier día de estos el ripio desaparece.
Santa Lucía se recuperaba, paso a paso. Tristeza, silencio. Me hubiera gustado pasar con la moto apagada por allí.
En Futaleufú hay varias cabañas, muchas casas de colores y tres restaurantes. Entramos en los tres y solamente nos quedamos en el último. Había una camarera suiza que había vivido en Brasil y ahora trabajaba en un restaurante italiano de Chile. Ninguno acertamos su acento.
Ya de noche, sigue lloviendo. Se está bien.
Pero lo importante, es que tú lo veas.



El mate de Horacio


Siempre había momento para beber un buen vaso de pisco. Justo antes de cenar o después, junto a la chimenea, acompañando una interesante tertulia.
A Horacio le gustaba salir a pescar, llegar a algún lugar de acceso complicado, lanzar su caña, montar la tienda, meditar, respirar, vivir… así al menos tres días. Lo contrario no es pescar.
Un día cualquiera se dio cuenta de que un buen trabajo no era una buena vida. 
Compró una caravana, cruzó la frontera, encontró una colina y se quedó. 
La colina le trajo al bueno de Pancho. Menuda suerte la suya.
Por las mañanas, todas las mañanas, se levanta y con su mate, mira hacia el este y ve cómo amanece.
Por las tardes, todas las tardes, desde su colina y con su mate, mira hacia el oeste y ve cómo anochece.
Siempre encuentra momento para un buen vaso de pisco.
Horacio es feliz.
Horacio tiene un amigo escribiendo estas líneas.





El fin del mundo


Un día Quique me invitó a ir al fin del mundo y, yo, nunca olvidaré ese generoso gesto.
Cierto es que, tal y como sospechaba, de las dos versiones del faro del fin del mundo, una está en la cárcel y la otra es falsa… pero llegar a Ushuaia, en moto, es realmente, muy emocionante. 
Cierto es que, tal y como intuía, a Quique le gusta organizar cada detalle del viaje, cada cruce, cada situación… pero rodar por la Ruta 40, curvear por la Carretera Austral, cambiar de país por el Paso Roballos, es realmente, un privilegio que espero no olvidar.
Cierto es que, tal y como figuraba, viajar acompañado no siempre es fácil. Aguantar algunas cosas y que aguanten las cosas de uno, no es, a veces, sencillo… pero viajar, por el ripio, por la Patagonia, ha sido uno de mis mejores viajes. 
Cierto es que, a veces, cuando llega el silencio, ya no queda nada.
Cierto es que el mundo no se acaba allí



(Publicado en Motoviajeros.net en marzo de 2018)