Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

viernes, 2 de febrero de 2018

La navaja del fin del Mundo




Hoy, que todavía sigue lloviendo, he comprado una navaja. La del fin del mundo. Porque hasta allí la quiero llevar, porque hasta allí me gustaría llevar su historia, la historia de una navaja que he comprado llena de recuerdos un día que, aún, sigue lloviendo.
Hace algunos años, viajando por las Galias, llegué hasta La Rochelle. De entre todos sus faros, de sus curiosos faros, me llamaba la atención uno: el faro del fin del mundo.
Solo recordar su nombre, asusta; solo contemplar su ubicación, satisface; solo imaginar su historia, emociona.
Construido con madera de cedro y zinc, descansa sobre varios pilares por encima del mar. Es una réplica del que se encuentra en la otra punta del Atlántico, en la Patagonia, en la Tierra de Fuego, en la isla de los Estados, en el cabo de Hornos…
Allí donde se unen los océanos, donde terminan o empiezan tantos viajes, donde Julio Verne situó una de sus mejores novelas. Tierras inhóspitas, de fuerte viento y clima recio. Tierras en las que ni siquiera el faro de San Juan de Salvamento, el faro del fin del mundo, resistió.
Abandonado a su suerte durante casi un siglo, quedó en ruinas hasta que a finales del siglo pasado fuera restaurado y trasladado de lugar, a la cárcel-museo de Ushuaia.
Mientras tanto, un equipo comandado por el francés André Bronner construyó en La Rochelle, sí, con madera de cedro y zinc, una réplica del auténtico faro del fin del mundo. Una réplica que, desmontada, viajó hasta Argentina, hasta la Patagonia, hasta la que había sido su ubicación original, donde se ensambló nuevamente, donde se encendió su linterna el 26 de febrero de 1998. No creo que sea casualidad que se cumplan ahora veinte años.
Bronner fue astuto guardándose, como parte del pago, el derecho a construir una réplica más, para que luciera frente a la costa de su localidad natal, La Rochelle. Ese faro que, entonces yo, admiraba.




Como me ha sucedido en muchas ocasiones, allí, mientras sonreía mirando aquel duplicado de faro, realmente yo veía el original. E imaginaba que algún día, tal vez, yo pudiera llegar hasta allí, hasta el auténtico, hasta el fin del mundo… ¿qué más puede soñar un aprendiz de viajero?

Los años pasaron, los viajes se sucedieron y algunos sueños, se cumplieron. Pero no fue hasta hace algunas semanas que recibiera este escueto mensaje:
-¿Has estado en Sudamérica? ¿Te vendrías conmigo?
La generosa oferta, tenía pocos inconvenientes pero de cierta contundencia: por un lado el verano austral apremiaba y la ventana de fechas recomendables era muy pequeña. Y ninguna me venía bien. Por otro lado, mi conocida costumbre, casi ancestral, de viajar solo o con Marta… casi cualquier otra opción multiplica el riesgo de que el viaje termine como el rosario de la aurora… (por cierto, no te lo había comentado, ronco).
La cosa es que entre un inconveniente y otro, cuando “se pare la rotativa” y estas líneas salgan a la luz, estaremos volando hacia Sudamérica y, allí, cuando aparquemos nuestras motos frente al faro del fin del mundo, prometo llevarme la mano al bolsillo de mi chaqueta de los viajes y acariciar mi navaja, mi navaja nueva llena de recuerdos. Recuerdos de un hombre amable, de un caballero… recuerdos de un hombre generoso, risueño, complaciente, bondadoso, enérgico, atrevido… recuerdos de un infatigable viajero, de un sibarita culinario, de un paladar agradecido… recuerdos de todos sus GPSs, de su buggy, de su moto, de sus navajas… recuerdos de un referente, de un compañero y de un amigo…
Y con toda seguridad, seguirá lloviendo.




A José María García Escalona, “Capi”


In memoriam.

(Publicado en Motoviajeros.net en febrero de 2018)