Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Juan y la radio









La moto de Juan no tiene radio.
Es cierto que su última adquisición tiene un montón de cilindros, de caballos, de botones y de cosas maravillosas que hacen que el viaje sea mucho más placentero que con cualquier otra moto que haya tenido antes… una moto que despierta la envidia del que, a duras penas, aparece en sus retrovisores… cierto que con ella se podrá llegar hasta el infinito y más allá… que no consume mucho más que un mechero de bolsillo, es cierto, es cierto que con ella podrás escuchar cantinelas, tonadillas, coplas y letrillas, sí es cierto. Pero…








A Juan le ha dado por decir que algunas motos no son un trozo de hierro, como si tuvieran sentimientos, como si de voluntad propia disfrutaran, como si se tratase de seres con vida. Y yo, Juan, no estoy de acuerdo.
Las motos, nuestras motos, son lo que nosotros queramos que sean. Son viajeras si nosotros viajamos. Son presumidas si nosotros las retratamos. Nos protegen si en ellas nos cobijamos. Nos escuchan si las hablamos y si escuchamos hablan, sin duda. Tienen vida, si nosotros les damos vida… Pero no dejan de ser un trozo de hierro. Un pedazo férreo en el que nosotros, en ocasiones, nos proyectamos. Por eso sé que nunca existirá una gran moto sin un gran tipo encima.










Y Juan quería vender aquel hierro porque no era tan cómodo, porque vibraba, porque no frenaba tanto, porque las luces, las ruedas, las maletas, la estética, la pasajera, el navegador y no sé cuántos errores más. Y tenía razón…
















… pero no lo hizo. Porque aunque las motos sean hierros, aquella moto tenía vida, había viajado, le había protegido, escuchado y hablado.


















Y por eso te decía que, a pesar de las otras, La Moto de Juan, de mi amigo Juan, no tiene radio.