Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

jueves, 20 de julio de 2017

Japón de noche

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De noche, en Japón, a mí me gustaba dormir. Por mucho cambio horario que se opusiera a mis costumbres.
El dónde, era otro cantar.
Antes de llegar ya me había ocupado del asunto y le había trasladado la consulta a Adrián Navarro de Rental819, mi gentil contacto en el país nipón. Me asesoró tanto que me despreocupé de la pernocta, de manera que día a día iba tirando de booking como si estuviera en Europa. 
Nunca tuve problema en encontrar alojamiento que se adecuara a mis necesidades y presupuesto.
Fue tan fácil que terminé paseando mi tienda de campaña por todo el país sin llegar a utilizarla, como en otras ocasiones. Pero me gusta llevarla, me da mucha tranquilidad saber que la puedo intentar montar cuando empiezo a meterme en líos a partir de media tarde, cuando ya no quedan muchas horas de luz para solucionarlos.

Mi presupuesto diario, para el asunto del hospedaje, ha terminado oscilando entre 30 € y 50 €. Alguna noche dormía más barato, como en el hotel cápsula y otras noches resultaban más caras, como en Tokio, porque me quería dar el capricho de dormir en la planta 22 de aquel hotel con buenas vistas a la ciudad, que en mi pueblo no puedo.






Una de las características de la mayoría de establecimientos que iba encontrando, era el onsen: un baño de aguas termales (a veces naturales, por su origen volcánico, otras, no) que conlleva su ritual: uno se desnuda en el vestuario anterior y accede a una zona con duchas y unos taburetes de madera muy bajitos, donde se tiene que asear bien, pero que bien, requetebién, para poder llegar al ofuro, que es donde está el agua caliente (en teoría a 41º aunque ya te digo yo que el día que tuve que salir de uno dando un brinco porque me escaldaba, aquello estaba un poquito más caliente….). Y ahí está uno tan relajadito hasta que decide salir y terminar con el aseo afeitándose o eliminando la cera de los oídos (¡qué cosa eso de los bastoncillos por todo el país!)
Y después de esto, te aviso, uno duerme muy contento y relajado.



Algunas noches dormía en habitaciones clásicas, algunas de ellas un pelín más pequeñas que las habituales en España, pero teniendo en cuenta lo que se escucha por ahí, nada alarmante.
Otras noches, la mayoría, dormía en algún “ryokan”, que no son otra cosa sino alojamientos de estilo tradicional japonés. Las habitaciones, amplias, a las que se accede siempre descalzo, son de tatami y generalmente se presentan diáfanas, salvo una pequeña mesa, bajita, con un par de sillas de la misma mínima altura. Cuando llega la hora de descansar la mesa se coloca a un lado y se saca de un armario el futón, una especie de colchón que se estira sobre el tatami bajo un edredón. Así de sencillo, así de práctico.

También quise dormir en un hotel cápsula. Mucho menos emocionante de lo que pudiera parecer. Es bastante más amplio y cómodo que una tienda de campaña, para que cada uno se haga una idea. Perchas para colgar la ropa, espacio para colocar el casco y debajo de todo el asunto, el equipaje. Altura para, casi, ponerse de pie en el nicho. Una gran idea.




Pero la que tardaré muchos años en olvidar, si es que alguna vez lo consigo, fue la noche que pasé en un “love hotel”, especialmente porque reservé uno sin saber que reservaba uno.
Yo sospeché que algo raro sucedía cuando me dijeron que a la recepción se accedía exclusivamente desde el garaje, cuya puerta protegían unas cortinas que no dejaban ver quién aparcaba dentro. Pero como ya había pagado, aparqué y entré.
La recepción estaba en el primer piso. Seguí sospechando porque, oculto tras una cortina atendía un recepcionista, al que no veías la cara e imagino que él a ti tampoco. No le pregunté. Bueno, eso sucedía con los otros clientes, porque conmigo (como él no sabía castellano, ni inglés y yo no me manejo aún en japonés) decidió salir del mostrador para ver si era una broma (oculta) y, de paso, yo comprobé que él era un tío serio, también.
Aclarado todo y después de las instrucciones pertinentes, aunque a ratos se me escapaba la risilla, conseguí llegar a mi habitación, si es que aquello era una habitación. No le faltaba detalle: su micrófono, su juego de luces de discoteca, su maquinita de extensiones de pelo, sus consoladores, su televisión con canales de programas libertinos… y la máquina tragaperras. Nunca antes había dormido junto a una máquina tragaperras… pero claro, nunca antes había estado en Japón.




Esa noche estuve bastante desvelado. A ratos me levantaba y me plantaba delante de la máquina tragaperras y me surgían dudas. Dudas de cómo se apagaría aquel trasto de los demonios que iluminaba toda la habitación, dudas de por dónde saldría la toma de corriente de aquel maldito engendro, dudas de si al propinarle una patada saltaría el “tilt” de toda la vida y comenzaría a sonar una alarma interrumpiendo a mis vecinos de hotel…
Finalmente, tras muchas elucubraciones, conseguí desenchufarla sin despertar a nadie. Y volví a  mi enorme cama.
Está visto que los asuntos del amor, en Japón, tienen demasiadas luces para un viajero de costumbres sencillas, como yo.
Y me dormí.


(Publicado en Motoviajeros.net en junio de 2017)



jueves, 6 de julio de 2017

Las tazas de los Viajes

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La primera taza que recuerdo haber comprado en algún viaje, fue en Estambul. 
Era un viaje soñado más de una vez… y con los sueños, a veces, ya se sabe. En esa taza había recuerdos de mi paseo por Mónaco, de la costa amalfitana, de la dálmata y del Peloponeso.
Un viaje perfecto.

Con el tiempo se fueron sucediendo los sueños, los viajes y las tazas. 
Y llegó el momento de irme a Azerbaiyán. El plan era sencillo, hasta Estambul del tirón y, ya en Asia, me iría dejando empapar del viaje.
La aburridísima autopista que me llevó hasta la costa azul fue suficiente para darme cuenta de que el plan necesitaba algunas ligeras variaciones estratégicas: no podía ser que lo que años atrás fue un viaje soñado ahora fuera un mero trámite. Me negaba a pasar cerca del Mont Ventoux y no tocar la cima, me negaba a pasar cerca de San Boldo y no ver los túneles, me negaba a pasar cerca de Sibenik y no hacer una visita.
Así que, con mi nuevo plan, entré tan contento en el primer hotel del viaje, en Francia. Me atendió en castellano una jovencita que lo estaba estudiando, así que convenimos fácilmente el precio sin aquel desayuno tan caro y me sorprendí cuando me dijo que allí era obligatoria una taza de la población, por un euro veinte.
Me pareció barata, así que acepté encantado… hasta que me di cuenta de que todo aquello era muy extraño…
-¿Puedo ver la taza?- pregunté. 
-No, no, hay que pagarla pero no la puedes ver- contestó.
-¿Pero a los clientes les suele gustar?- seguí preguntado. 
-No mucho- siguió contestando.
Entonces decidí no aceptarla. Aquí coleccionamos tazas chulas, pensé. 
Pero no me dejó. La taza, en aquel pueblo francés, era obligatoria.
Cansado como estaba y convencido de que el euro y pico no iba a desbaratar el presupuesto de mis vacaciones pagué, pregunté por mi nueva compra y me sorprendí cuando me dijo que la taza estaba incluida al final de la factura. 
Cuando vi mi taza, allí impresa, empecé a reírme a carcajada limpia.
-Señorita, ¡¡¡TA-SA!!! ¡¡¡TA-SA!!! ¡Esto no es una taza del pueblo sino una tasa municipal!
Y partiéndome de risa, me retiré a mis aposentos pensando en cuántas veces, en la barra de algún pub inglés, habré pedido un oso bien fresquito.




(Publicado en Motoviajeros.net en mayo de 2017)



domingo, 2 de julio de 2017

Lágrimas desordenadas


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Tal vez fue por ver la moto de Sinewan tirada, ruedas arriba, en aquella hermosa pista de Kenia, por mi culpa.
Quizás fue por haber fastidiado el viaje a Polo y Wil, con aquella caída tan tonta.
A lo mejor fue por lo que me dolía la pierna…
La cosa es que, después de aquel accidente, me puse a llorar como un niño. Pero debió ser hacia dentro; hacia fuera, me salió una sonrisa. 
Sonreía porque aquella pierna debía estar rota, pero yo estaba vivo.
Sonreía porque aquella moto, que tantas veces había visto tirada en suelo africano, tenía arreglo.
Sonreía porque tener a Polo cerca cuando uno tiene un accidente en Kenia, es tener mucha suerte. De la buena. De la mejor.

Yo seguía, sin poder levantarme, en aquella pista roja. Wil procuraba conseguir un tentempié y Polo intentaba organizar la manera de salir a la carretera que une Nairobi con la frontera tanzana para llegar hasta algún hospital de la capital.
No me preguntes de dónde, pero llegó una furgoneta. Bajaron varios indígenas, seguramente masáis. O kikuyu quizás, no pregunté. 
No parecía una situación hostil. Se interesaron por el percance y una de ellas, probablemente la más anciana, con aspecto de hechicera y cara de preocupación, se acercó hasta mí, que después de todo era el causante de aquel desorden.
Comenzó a hacer extraños gestos, mirando al suelo y al cielo. A ti a lo mejor te ha pasado muchas veces, pero yo me tumbé y decidí disfrutar del momento, del regalo. Movió algo de tierra con la palma de la mano y luego la lanzó al aire (la tierra, se entiende). Después escupió al suelo, varias veces, me dedicó unas palabras, susurró un breve cántico y volvió al grupo dignamente…
Al día siguiente las radiografías dejaban bien claro que no había nada roto en mi pierna, si acaso una pequeña cicatriz masái en mi ánimo.
Volví a llorar. Para dentro. Y comenzaron los planes alternativos, con Polo, por Kenia. ¡Qué risas, oiga!

Un mes después, estábamos en el evento que, anualmente, organiza BMW en Formigal. Yo estaba muy contento. Sinewan comenzó su ponencia, que resultó magistral, claro. En un momento cualquiera, me dedicó unas sentidas y cariñosas palabras. Cosas de la amistad. Emocionado, se me escapó una lagrimita. Entonces el público que abarrotaba la carpa empezó a aplaudir. ¡Qué cosa tan emocionante!. Uno no sabe cómo reaccionar en situaciones así. Si no fuera porque me seguía doliendo la pierna, me hubiera levantado y hubiera dado un abrazo, uno por uno, a todos los asistentes.
Pero, cogido de la mano de Marta, sólo se me ocurrió seguir llorando, sin pudor alguno, sin intentar ocultar aquel brote salvaje de lágrimas. 


Lagrimas desordenadas. De puro agradecimiento.






(Publicado en la revista Motoviajeros.net en abril de 2017)