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Tal vez fue por ver la moto de Sinewan tirada, ruedas arriba, en aquella hermosa pista de Kenia, por mi culpa.
Quizás fue por haber fastidiado el viaje a Polo y Wil, con aquella caída tan tonta.
A lo mejor fue por lo que me dolía la pierna…
La cosa es que, después de aquel accidente, me puse a llorar como un niño. Pero debió ser hacia dentro; hacia fuera, me salió una sonrisa.
Sonreía porque aquella pierna debía estar rota, pero yo estaba vivo.
Sonreía porque aquella moto, que tantas veces había visto tirada en suelo africano, tenía arreglo.
Sonreía porque tener a Polo cerca cuando uno tiene un accidente en Kenia, es tener mucha suerte. De la buena. De la mejor.
Yo seguía, sin poder levantarme, en aquella pista roja. Wil procuraba conseguir un tentempié y Polo intentaba organizar la manera de salir a la carretera que une Nairobi con la frontera tanzana para llegar hasta algún hospital de la capital.
No me preguntes de dónde, pero llegó una furgoneta. Bajaron varios indígenas, seguramente masáis. O kikuyu quizás, no pregunté.
No parecía una situación hostil. Se interesaron por el percance y una de ellas, probablemente la más anciana, con aspecto de hechicera y cara de preocupación, se acercó hasta mí, que después de todo era el causante de aquel desorden.
Comenzó a hacer extraños gestos, mirando al suelo y al cielo. A ti a lo mejor te ha pasado muchas veces, pero yo me tumbé y decidí disfrutar del momento, del regalo. Movió algo de tierra con la palma de la mano y luego la lanzó al aire (la tierra, se entiende). Después escupió al suelo, varias veces, me dedicó unas palabras, susurró un breve cántico y volvió al grupo dignamente…
Al día siguiente las radiografías dejaban bien claro que no había nada roto en mi pierna, si acaso una pequeña cicatriz masái en mi ánimo.
Volví a llorar. Para dentro. Y comenzaron los planes alternativos, con Polo, por Kenia. ¡Qué risas, oiga!
Un mes después, estábamos en el evento que, anualmente, organiza BMW en Formigal. Yo estaba muy contento. Sinewan comenzó su ponencia, que resultó magistral, claro. En un momento cualquiera, me dedicó unas sentidas y cariñosas palabras. Cosas de la amistad. Emocionado, se me escapó una lagrimita. Entonces el público que abarrotaba la carpa empezó a aplaudir. ¡Qué cosa tan emocionante!. Uno no sabe cómo reaccionar en situaciones así. Si no fuera porque me seguía doliendo la pierna, me hubiera levantado y hubiera dado un abrazo, uno por uno, a todos los asistentes.
Pero, cogido de la mano de Marta, sólo se me ocurrió seguir llorando, sin pudor alguno, sin intentar ocultar aquel brote salvaje de lágrimas.
Lagrimas desordenadas. De puro agradecimiento.
(Publicado en la revista Motoviajeros.net en abril de 2017)
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