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De noche, en Japón, a mí me gustaba dormir. Por mucho cambio horario que se opusiera a mis costumbres.
El dónde, era otro cantar.
Antes de llegar ya me había ocupado del asunto y le había trasladado la consulta a Adrián Navarro de Rental819, mi gentil contacto en el país nipón. Me asesoró tanto que me despreocupé de la pernocta, de manera que día a día iba tirando de booking como si estuviera en Europa.
Nunca tuve problema en encontrar alojamiento que se adecuara a mis necesidades y presupuesto.
Fue tan fácil que terminé paseando mi tienda de campaña por todo el país sin llegar a utilizarla, como en otras ocasiones. Pero me gusta llevarla, me da mucha tranquilidad saber que la puedo intentar montar cuando empiezo a meterme en líos a partir de media tarde, cuando ya no quedan muchas horas de luz para solucionarlos.
Mi presupuesto diario, para el asunto del hospedaje, ha terminado oscilando entre 30 € y 50 €. Alguna noche dormía más barato, como en el hotel cápsula y otras noches resultaban más caras, como en Tokio, porque me quería dar el capricho de dormir en la planta 22 de aquel hotel con buenas vistas a la ciudad, que en mi pueblo no puedo.
Una de las características de la mayoría de establecimientos que iba encontrando, era el onsen: un baño de aguas termales (a veces naturales, por su origen volcánico, otras, no) que conlleva su ritual: uno se desnuda en el vestuario anterior y accede a una zona con duchas y unos taburetes de madera muy bajitos, donde se tiene que asear bien, pero que bien, requetebién, para poder llegar al ofuro, que es donde está el agua caliente (en teoría a 41º aunque ya te digo yo que el día que tuve que salir de uno dando un brinco porque me escaldaba, aquello estaba un poquito más caliente….). Y ahí está uno tan relajadito hasta que decide salir y terminar con el aseo afeitándose o eliminando la cera de los oídos (¡qué cosa eso de los bastoncillos por todo el país!)
Y después de esto, te aviso, uno duerme muy contento y relajado.
Algunas noches dormía en habitaciones clásicas, algunas de ellas un pelín más pequeñas que las habituales en España, pero teniendo en cuenta lo que se escucha por ahí, nada alarmante.
Otras noches, la mayoría, dormía en algún “ryokan”, que no son otra cosa sino alojamientos de estilo tradicional japonés. Las habitaciones, amplias, a las que se accede siempre descalzo, son de tatami y generalmente se presentan diáfanas, salvo una pequeña mesa, bajita, con un par de sillas de la misma mínima altura. Cuando llega la hora de descansar la mesa se coloca a un lado y se saca de un armario el futón, una especie de colchón que se estira sobre el tatami bajo un edredón. Así de sencillo, así de práctico.
También quise dormir en un hotel cápsula. Mucho menos emocionante de lo que pudiera parecer. Es bastante más amplio y cómodo que una tienda de campaña, para que cada uno se haga una idea. Perchas para colgar la ropa, espacio para colocar el casco y debajo de todo el asunto, el equipaje. Altura para, casi, ponerse de pie en el nicho. Una gran idea.
Pero la que tardaré muchos años en olvidar, si es que alguna vez lo consigo, fue la noche que pasé en un “love hotel”, especialmente porque reservé uno sin saber que reservaba uno.
Yo sospeché que algo raro sucedía cuando me dijeron que a la recepción se accedía exclusivamente desde el garaje, cuya puerta protegían unas cortinas que no dejaban ver quién aparcaba dentro. Pero como ya había pagado, aparqué y entré.
La recepción estaba en el primer piso. Seguí sospechando porque, oculto tras una cortina atendía un recepcionista, al que no veías la cara e imagino que él a ti tampoco. No le pregunté. Bueno, eso sucedía con los otros clientes, porque conmigo (como él no sabía castellano, ni inglés y yo no me manejo aún en japonés) decidió salir del mostrador para ver si era una broma (oculta) y, de paso, yo comprobé que él era un tío serio, también.
Aclarado todo y después de las instrucciones pertinentes, aunque a ratos se me escapaba la risilla, conseguí llegar a mi habitación, si es que aquello era una habitación. No le faltaba detalle: su micrófono, su juego de luces de discoteca, su maquinita de extensiones de pelo, sus consoladores, su televisión con canales de programas libertinos… y la máquina tragaperras. Nunca antes había dormido junto a una máquina tragaperras… pero claro, nunca antes había estado en Japón.
Esa noche estuve bastante desvelado. A ratos me levantaba y me plantaba delante de la máquina tragaperras y me surgían dudas. Dudas de cómo se apagaría aquel trasto de los demonios que iluminaba toda la habitación, dudas de por dónde saldría la toma de corriente de aquel maldito engendro, dudas de si al propinarle una patada saltaría el “tilt” de toda la vida y comenzaría a sonar una alarma interrumpiendo a mis vecinos de hotel…
Finalmente, tras muchas elucubraciones, conseguí desenchufarla sin despertar a nadie. Y volví a mi enorme cama.
Está visto que los asuntos del amor, en Japón, tienen demasiadas luces para un viajero de costumbres sencillas, como yo.
Y me dormí.
(Publicado en Motoviajeros.net en junio de 2017)
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