De vez en cuando me gusta venir a tomar un café a este faro destartalado. Qué le voy a hacer, la carretera de la costa, bien merece el sacrificio. Me encanta quedarme absorto contemplando el horizonte… mucho cielo y mucho mar, mucha nube y mucha ola… el paraíso.
Y me vienen a la memoria todas las motos que he tenido, que tampoco han sido muchas, y los miles de cruces en los que me he perdido con cada una de ellas… ¿Qué recordarán ellas de aquellos kilómetros? ¿Se acordarán de mí?
La primera vez que arranqué la “Sultana”, mi permiso de conducir tenía la tinta del sello de la fecha bien fresca. Con ella me di cuenta de que no nací para hacerme mayor. Lo mío era disfrutar de cada kilómetro, soñar con cada cruce, ir a cualquier lugar, saber con certeza que alguna vez iría a Dakar. No era pequeña, pero tampoco una moto grande. Con ella aprendí que cuando puedes ser feliz con una camiseta, no necesitas comprarte una camisa.
Seguro que no se ha olvidado del día que tuvo que venir mi buen amigo Juanjo a rescatarnos de aquella bajada a Roca Llisa… ¡yo tampoco!
Cuando vi una GS 1200 Adventure por vez primera, caí prendido. Dos meses después estaba arrancando mi “Mamut”. Con ella empezaron las frecuentes salidas a la península, las tiradas de mil kilómetros y la primera salida a Marruecos. Lo mismo veíamos amanecer en el Mediterráneo que el atardecer en el Atlántico unas cuantas horas después. Conocíamos cada rincón de la costa… aquella moto olía a gasolina y a salitre a partes iguales. Un mal encuentro en una curva con un coche que invadió nuestro carril, fue un triste final que el “Mamut” no merecía.
Nunca segundas partes fueron tan buenas como cuando me hice con los servicios de “Simba”, mi segunda Adventure. Esta moto sí que se lo pasó bien. Todo le parecía poco. Seguro que recuerda, tan bien como yo, todos los viajes. Empezaron a caer pegatinas en sus maletas y kilómetros en su marcador… Aquella salida hasta Escocia sin preparar nada, la primera vez en Estambul o el intento de llegar a Cabo Norte aquel otoño, con la misma equipación que hubiera llevado para ir a Guadalajara. La escalera que me llevaba, lleno de ilusión, a aquel garaje, tenía catorce escalones.
“Áuryn” fue mi tercera Adventure. Una bruta. 130.000 kilómetros en algo más de dos años dejaron constancia del asunto. En aquella época las Adventure ya estaban muy de moda, parecía que muchos moteros las idolatraban, pero no se trataba de eso, se trataba de valorarlas. Y esa moto valía mucho. ¿Se acordará del día que fuimos a dar un garbeo por los Alpes y terminamos en Polonia? ¿Tendrá en su memoria los kilómetros de Islandia? ¿El día que íbamos a Cabo Norte y decidimos darnos la vuelta para ir Holanda? ¿La entrada ilegal en Bielorrusia? ¿Y aquellos días con Marta en Malta?
De “Sestriona” me acuerdo mucho. Era la moto que menos me pegaba pero la que más echo de menos. En tres meses comprendí que lo nuestro no iba a ningún lado pero, a pesar de todo, me hubiera gustado saber tocar el piano para interpretar alguna sinfonía de Bach cada vez que montaba en ella.
Y después llegó “Billow”, tan azul como el cielo y el mar que se ve desde este faro. La moto que me llevó hasta el mar Caspio, la moto con la que llegué hasta Dakar, aquel destino que sabía imposible cuando viajaba con Sultana, la moto que me ha traído hasta este acantilado, lleno de nubes y olas donde me han venido a la memoria todas las motos que he tenido.
Que, después de todo, no son muchas.
(Publicado en Motoviajeros.net en enero de 2018)
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