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Hace ya algunas frías noches, me encontré con mi buen amigo Tomás en la barra del Capitán Haddock.
Como tantas en tantas otras ocasiones, durante un buen puñado de años, solucionábamos todos los problemas del mundo mundial, hasta que la conversación, como tantas otras veces, nos llevó a una cuestión que, tampoco esta vez, resultó ser baladí: un posible cambio de moto.
Uno tiene la suerte de tener claro que su corazón es GS; uno tiene la desgracia de haber llegado a su moto ideal demasiado pronto.
Así que, con tal de no comprar la que sería mi quinta GS Adventure, empecé a razonar sueños sobre motos que son mucho mejores, aunque sean mucho peores.
Y con cada gin que aparecía por la barra yo iba cambiando de sueño, de destino y de moto. Y todo lo extraordinariamente maravilloso e imprescindible que tenía cada modelo, eran argumentos para ser lo peor de esa moto con el gin siguiente.
Como de costumbre, Tomás me apoyaba en todos mis cambios de concesionario, pero le debía tener tan mareado que me soltó la pregunta así, como si nada, a bocajarro en mitad de aquella oscura noche:
-Si fueras a comprar un violín… ¿qué violín elegirías?
No dudé un ápice: un Stradivarius.
Reconozco que la elección no tenía mucho mérito. En parte por su fama de ser el mejor violín del mundo, en parte por su historia, por la leyenda que le rodea y en parte porque tampoco conozco más luthiers interesados en el asunto de los violines.
Así que ya veía a Marta eligiendo música recostada en la nueva Goldwing… o me veía llegando a Tennessee con mi chupa de cuero claveteada sobre una Ultra Limited. Me veía volviendo de Cadaqués en una preciosa GT llena de cilindros y caballos, me veía dando saltos sobre una Ducati; llegando a Mónaco con una 1290, también me veía… y llegando a Cabo Mayor en una Scrambler, aparcando una Bagger en Piccadilly Circus, huyendo de la policía rusa en una tricilíndrica… me veía, me veía y me veía.
Y se me ocurrían tantos destinos que empecé a sospechar que, tal vez, no fuera tan importante que eligiera un violín u otro… empecé a pensar que, tal vez, el violinista también tuviera algo que ver en que el concierto fuera extraordinario o vulgar.
Con total certeza Ara Malikian conseguiría muchos más matices de un violín muy malo, que yo de un Stradivarius…
Después de todo lo que a mí me gusta es meterme en líos, equivocarme de camino, perderme en cualquier cruce, improvisar fotos, saltar en los charcos o dejarme sorprender cada poco rato.
Así que ahora, en este otoño dulce, cada vez que veo una moto que me gustaría conducir, cada vez que imagino a dónde podría ser el próximo viaje, no puedo contener media sonrisa y acordarme de mi amigo Tomás.
Y del violín del Capitán, el violín que, sin yo saberlo, ya llevaba en mis maletas desde hace muchos kilómetros.
(Publicado en Motoviajeros.net en noviembre de 2017)
(Publicado en Motoviajeros.net en noviembre de 2017)
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