Le eché morro y en aquel momento decidí que aquel baobab era
mío. Y al orondo árbol debió parecerle bien, puesto que nada dijo. Yo me
comprometía a acordarme de él todos los días, por muy lejos que estuviera y a
dejárselo a cuantos quisieran ir a por él. El baobab se comprometía a seguir
siendo un baobab toda su vida.
Yo nunca había visto un baobab, o, al menos, no me acordaba,
así que cuando avisté uno por primera vez sonreí, primero, y me reí, después.
Luego, vería muchos, muchos más.
Llevaba ya varias jornadas buscando su distinguida silueta
por el horizonte, desde que al sur de Mauritania, el desierto seco, pelado y
arenoso, se fue tornando en un paisaje algo más verde, con arbustos primero y
un montón de acacias después para, a pocos kilómetros del río Senegal, transformarse
en más verde que seco a pesar de la omnipresente arena.
Incluso palmeras aparecían, pero, del árbol gordinflón, ni
rastro.
Hasta que, en un momento cualquiera, cuando estaba más
atento por encontrar el cruce que me debiera llevar hasta el Lago Rosa,
apareció mi primer baobab… Sonreí, detuve mi motocicleta y permanecí un buen
rato a su vera, ensimismado por el enorme diámetro de su tronco, cachondeándome
de lo ridículo de sus ramas, recordando que era cierto cuanto había leído acerca
de él, del árbol que pareciera estar al revés, con las raíces hacia fuera,
hacia arriba, del árbol del que, si vives en un asteroide y lo dejas crecer, no
podrás liberarte jamás.
Que le pregunten al Principito.
Cuando me quise dar cuenta, había pasado más de una hora
allí, junto al baobab, donde apenas había nada más, donde no había mucho que
hacer sino estar, estar junto a él, junto al baobab, junto a mi baobab… no
todos los días uno está con su baobab.
Entonces pensé que, tal vez, fuera el momento de arrancar la
moto en pos del famoso Lago con el que tantas veces había soñado, al que tantas veces
había imaginado llegar a lomos de una motocicleta (o de un camión molón lleno
de baobabs de juguete)… y me di cuenta de que no quería irme, no quería tachar
uno de mis “lugares a los que ir antes de morir” porque estaba siendo muy
divertido llegar, porque yo siempre he querido ir al Lago Rosa.
Así que alargué un rato más mi sueño y me entretuve soñando
que soñaba con lo chulo que debe ser llegar al Lago Rosa. Total, como dicen en
Islandia, llegarás a tu destino aunque viajes muy despacio.
Y me quedé junto a mi baobab.
Ahora que han pasado algunos meses, cumplo mi palabra y, por
muy lejos que esté, me acuerdo de él todos los días. Del momento en que le eché
morro y decidí que aquel precioso baobab era mío.
Contra todo pronóstico, nadie ha venido a reclamarlo.
Al final, yo también me he reído ����
ResponderEliminarUna vez más... Lo esencial es invisible a los ojos.
ResponderEliminarQue chulo ha de ser eso de ver en directo un Baobab...y lo del lago ese también, ese rosa.
ResponderEliminarNo por el Baobab en sí, que también, sinó por el ir a verlo, ha de molar mucho.
¿Es tan rosa como dicen, o mejor ir a verlo? el lago digo, no el Baobab.