Algunos días, tengo la impresión de que arranco la moto y
ruedo por rodar, lanzando kilómetros al viento, sin más, por el simple hecho de
que hay que enlazar un origen con un destino. Como el día en el que abandoné Transilvania.
Y es que, a mí, me daba una pena muy triste irme de Rumanía,
el país cuyas carreteras están llenas de dacias, carros y perros; el país en el
que el asfalto no es tan malo (si vienes de Ucrania, claro); el país en el que las
carreteras juegan con los Cárpatos.
Si no has estado en Rumanía, ya te lo digo yo, que sepas que
éste es un país latino. Se nota y mucho. Son igual de pobres que en Ucrania
pero la gente sonríe mucho más, hacen mucho más ruido, medio juegan con el
inglés (como yo)… eso se lleva en la sangre.
Pero mi viaje continuaba y debía seguir hacia San Marino, no
sin antes anotar en la libreta de “no olvidarás” que a Rumanía hay que volver
con más tiempo. Para ver muchas más cosas, para disfrutar muchos más días, para
comprender su “otro orden de las cosas”, distinto al ruso, distinto al nuestro.
En un cruce cualquiera vi un indicador de un monasterio y
como llevaba un rato lanzando kilómetros al viento, quise parar.
Se trataba del Monasterio de Horezu. El ambiente del lugar
embriagó mi corazón. Las puertas estaban abiertas de par en par, pudiendo
compartir los momentos de vida monacal cotidiana. El arte de sus muros también
me impresionó. Así que me quedé un buen rato allí, sin más, estando, dejándome
impregnar.
Cuando hube de arrancar mi moto nuevamente, de pie sobre
ella, con el corazón hendido a los cuatro vientos iba cantando y dando las
gracias por tener el privilegio de disfrutar de aquellos días en los que parece
que arranco la moto y ruedo por rodar… lanzando kilómetros al viento. Algún
kilómetro siempre queda.
Como el día en el que abandoné Transilvania.
Puedes seguir leyendo mi último viaje en
Me gusta mucho tu blog, es una experiencia que siempre que querido hacer. Mucha suerte en todos tus viajes.
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