Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 26 de julio de 2008

Diera Voces




Desde hace unos días pasea con elegancia por la Isla Roberto Villarreal, quien además de ser un maestro en el arte de utilizar el verbo para informar a diario, es un apasionado de las motos y, encima, me deja presumir de su amistad. Charlando un poco de esto y otro poco de aquello fuimos a parar a orillas del Tormes, a la ciudad de la piedra dorada, a Salamanca.
Y es que ya lo dijo Cervantes por boca del Licenciado Vidriera, “Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”.
Podría escribir varias páginas sobre las virtudes que Salamanca ofrece al viajero que se acerque por allí ya sea en moto o a través de cualquier otro medio: que si la Plaza Mayor más bonita del mundo, que si la única ciudad que tiene dos catedrales, que si la Universidad, que si la otra Universidad, que la Casa de las Conchas, que el Puente Romano, que la tuna de derecho, que las estudiantes de enfermería, que las fiestas, que los toros, que los toreros, el Camelot, Morgana, el Paniagua, los hornazos, los chochos, el farinato, los tostones; que si por allí viene Unamuno o si por allá va Torrente Ballester, historias de un Lazarillo, de Calixto, de Melibea, de un astronauta de piedra, de una rana sobre una calavera… son historias de Salamanca que podrían aparecer más o menos en cualquier guía al alcance del motero curioso, ávido de conocer lo que ve.







Una de las últimas veces que me acerqué a la capital charra descubrí algo que me pareció inusual: habían restaurado una vieja campana (DM), centenaria, con solera. Y es que las campanas son instrumentos hoy caídos en desuso. Y las pocas que se escuchan no son tales, sino grabaciones; es difícil encontrar a alguien tañendo campanas, ni se avisa de los incendios a través de su estruendoso quejido, ni de los entierros, ni de las bodas…ya no doblan las campanas. La radio, la televisión o Internet, las han matado.
Pero esta campana que llamó mi atención, la habían restaurado para que volviera a sonar, para participar en un concierto en el que iban a repicar campanas de las catedrales, iglesias, monasterios, colegios y conventos de toda la ciudad; y como se hacía antiguamente con estas moles de bronce le pusieron un nombre: “Diera voces”.
Proviene de un poema escrito por una monja africana que llegó a Salamanca en el siglo XVIII, Chicaba o Sor Teresa Juliana de Santo Domingo. Escribiendo sobre su sufrimiento reflejó un sugerente“me abraso, me quemo, diera voces pero las doy dentro de mí” y me pareció un nombre muy apropiado para una campana.
Y desde entonces, en ocasiones, cuando el motor de mi moto está callado, en silencio, presto atención y me parece oír que los cilindros dieran voces…
¡De qué os quejaréis!




1 comentario:

  1. Este pequeño escrito tuyo me trae a la cabeza un buen recuerdo: después de leerlo empecé a esperar tu primer libro. Ya lo veo cerca. Abrazote.

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