Oum-Jrame es un pueblo que no aparece en los mapas. La luz eléctrica llegó por primera vez hace poco más de un año. La gasolina se sirve, ante la atenta mirada de casi todos sus habitantes, en el medio de las polvorientas calles, a través de una garrafa cuyo precio hay que regatear hábilmente, so pena de pagarla más cara que en cualquier moderno surtidor de Europa. Las hembras de los dromedarios que acaban de parir se separan del grupo con sus crías para protegerlas y amamantarlas en la planicie.
Allí parece que el tiempo se hubiera detenido hace siglos; y al vernos partir con las motos nos despedían sonrientes con un “prisa mata, amigo”
No entraba en nuestros planes haber llegado hasta allí. De hecho difícilmente podríamos saber de su existencia. Pero poco antes del crepúsculo, la pista de tierra y arena que veníamos siguiendo por aquel desierto desapareció. Y no había forma de encontrarla. Ya no nos quedaba comida y apenas medio litro de agua para cuatro cansados viajeros, por lo que la idea de acampar allí mismo y esperar a la luz del día siguiente quizás no pareciera la más acertada, aunque fuera la única que considerábamos.
Poca gente imagina que la mayoría de desiertos están repletos de semillas que no germinan por la evidente ausencia del líquido elemento. Pero en aquel lugar en el que nos encontrábamos, extraordinariamente había llovido cuatro veces en los últimos meses; así que estaba verde, así que olía a flores. Además la luna llena lucía orgullosa en el cielo. Será difícil que olvidemos aquella sensación de estar perdidos en tales circunstancias: de noche, con luna llena; en un desierto, florido; solos, con tres amigos; angustiados… pero felices.
Al principio pensamos que era una estrella despistada que había caído desde el cielo. Pero después comprobamos que la luz se movía y se iba haciendo más grande y, además, venía acompañada de un ruido de motor. De inmediato encendimos las luces de nuestras motos a modo de señal y dio resultado: la luz se acercó a nosotros hasta que se convirtió en una Honda de 125 cc, destartalada y con dos bereberes encima, con sus sandalias, túnicas y turbantes, frente a nuestros cascos, botas, trajes y motos de última generación. Aún no sabemos quién estaba más estupefacto, si nosotros por sus “pintas”, si ellos por las nuestras.
Extrañados o no, fueron muy amables y nos indicaron por dónde debíamos seguir: Por allí, nos dijeron. Y por allí fuimos. O lo intentamos, ya que en los primeros cien metros nos habíamos caído los cuatro superhéroes del desierto al intentar cruzar un oued (restos de lo que un día debió ser un río, del que sólo permanece la finísima arena de su fondo).
Aquella travesía estaba siendo dura como un castigo de los dioses… pero excitante como un regalo del infierno. Tenga el lector la bondad de intentar imaginar la escena: la luna, el verde desierto, los cuatro viajeros llegados de quién sabe dónde, las cuatro motos tumbadas sobre la arena y los dos bereberes dudando entre huir despavoridos o echarnos una mano… y es de agradecer que se mostraran mucho más hospitalarios que cobardes. Entre los seis fuimos incorporando las motos a su posición más natural y después tuvieron la paciencia y bondad suficientes como para desviarse de su ruta y guiarnos hasta la primera aldea en la que pudiéramos pasar la noche, en una humilde kasba en la que era más caro ducharse que dormir, en un hermoso lugar en el que apenas hay gasolina y en el que las crías de los dromedarios se sienten seguras… en un pueblo, Oum-Jrame, que no aparece en los mapas.
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