Hace unos días
recibí una amenaza clara: “como sigas así, pasará a llamarse el escondite de
los viajes olvidados”… y aunque no estoy seguro de que eso fuera tan mala idea,
vinieron a mi mente algunas imágenes y experiencias, de esas que consiguen que
te hagas adicto a los viajes… de esas que consiguen que te hagas adicto a compartirlos… y pensé que, tengo que
acordarme de contárselos.
En mis recuerdos
caían copos de nieve gigantes, como los que vimos en Sanabria el día que íbamos
hacia Córdoba, la ciudad en la que, al fin, las mujeres tenían deditos en los
pies… sí, tengo que acordarme de contárselo.
Me acordé de la
decepción que me llevé en aquel ferry, cuando desde cubierta, con los ojos
abiertos como platos al pasar por las Islas Feroe, con la ilusión de un niño
pequeño las buscaba entre las olas pero no, no
aparecieron. De verdad, ni ballenas ni sirenas. Tengo que acordarme.
Antiguamente,
cuando los descubridores llegaban a los límites de la tierra decían que “más
allá hay dragones”. Tengo que acordarme de contarle que yo estuve apoyado en un
faro desde el que se veían los dragones… sí, que no se me olvide lo del faro.
Del puente que
pasaba por encima de la paz del alma, tengo que acordarme. Del motero que se
dio la vuelta porque más al norte no había nada que le interesara, no puedo
olvidarme. De la foto equivocada de Berlín, de las partidas de un camarote de
un barco, de los días en que no me importan las nubes… tengo que acordarme,
tengo que acordarme y tengo que acordarme…
Del ladrón de viajes, de una gasolinera fea, de la Bella Isabela, de una foto de Zaldibar, de los luxemburgaleses, de una corona islandesa, de aquella navaja perdida, del aparcamiento de la hamburguesería, del solucionador de problemas, de los machos alpha, del motorista que se quería comprar un coche... tengo que acordarme.
Y de que, a
veces, cuando se pone el sol, un dragón, pequeño, asoma la cabeza desde el
bolsillo de mi chaqueta, de mi chaqueta de los viajes… de los viajes olvidados.
Sí.
Tengo que
acordarme de decírselo...