La moto de Juan no tiene radio.
Es cierto que su última adquisición tiene un
montón de cilindros, de caballos, de botones y de cosas maravillosas que hacen
que el viaje sea mucho más placentero que con cualquier otra moto que haya
tenido antes… una moto que despierta la envidia del que, a duras penas, aparece
en sus retrovisores… cierto que con ella se podrá llegar hasta el infinito y más
allá… que no consume mucho más que un mechero de bolsillo, es cierto, es cierto
que con ella podrás escuchar cantinelas, tonadillas, coplas y letrillas, sí es
cierto. Pero…
A Juan le ha dado por decir que algunas motos
no son un trozo de hierro, como si tuvieran sentimientos, como si de voluntad propia
disfrutaran, como si se tratase de seres con vida. Y yo, Juan, no estoy
de acuerdo.
Las motos, nuestras motos, son lo que
nosotros queramos que sean. Son viajeras si nosotros viajamos. Son presumidas
si nosotros las retratamos. Nos protegen si en ellas nos cobijamos. Nos
escuchan si las hablamos y si escuchamos hablan, sin duda. Tienen vida, si
nosotros les damos vida… Pero no dejan de ser un trozo de hierro. Un pedazo férreo
en el que nosotros, en ocasiones, nos proyectamos. Por eso sé que nunca
existirá una gran moto sin un gran tipo encima.
Y Juan quería vender aquel hierro porque no
era tan cómodo, porque vibraba, porque no frenaba tanto, porque las luces, las
ruedas, las maletas, la estética, la pasajera, el navegador y no sé cuántos
errores más. Y tenía razón…
… pero no lo hizo. Porque aunque las motos
sean hierros, aquella moto tenía vida, había viajado, le había protegido,
escuchado y hablado.
Y por eso te decía que, a pesar de las otras,
La Moto de Juan, de mi amigo Juan, no tiene radio.