Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Cuentos de Navidad









De vez en cuando algún viejo barco pesquero abandonaba el puerto lentamente. O llegaba.
Las gotas de lluvia golpeaban con fuerza rítmica el toldo que cubría nuestras cabezas... bendita melodía. El olor a salitre inundaba el ambiente. Las risas, a ratos, no me dejaban escuchar la lluvia... su sonrisa, especialmente ese día, brillaba radiante.
De entre todos, el motero más anciano dibujó en el aire una acuarela... el más bello de los faros protegía un acantilado en el que una veterana motocicleta contemplaba un atardecer... un velero quería huir de la estampa. O llegar. Un poema subrayaba los colores.







Las pinceladas se vieron interrumpidas por el sonido de unas campanillas. O un cascabel. Suenan cada vez que un ángel ha ganado sus alas. Todo el mundo lo sabe.

Así que aquel motero dejó de pintar y comenzó a recitar que unas navidades, hace muchos, muchos años, en algún lejano lugar, un motorista sufrió un accidente cuando viajaba con sus maletas llenas de juguetes para los niños. Los malévolos gremlins que antaño sabotearan las naves de la Royal Air Force estaban a punto de atacarle... así que intentó ahuyentarlos haciendo sonar una campanilla que había caído de su maltrecha maleta.
Aquellas diabólicas criaturas mitológicas no se asustaban ante el campanilleo pero, no muy lejos de allí, un viajero escuchó el cantar asustado del badajo y, sin dudarlo un instante, acudió en auxilio del compañero accidentado. Los gremlins huyeron y él, en prueba de su eterna gratitud, colgó la campanilla que les había unido de la motocicleta de su nuevo amigo. Tan cerca del suelo como fuera posible, para que en caso de necesidad la hiciera sonar, para que en caso de necesidad un compañero de la ruta acudiese en su ayuda.






Había dejado de llover. Mis amigos se habían ido. Me quedé contemplando el atardecer junto al más bello de los faros. Estaba muy guapa.
Arranqué mi veterana motocicleta  y escuché un cascabel que colgaba sujeto de un trozo de cuero... En aquel momento, un ángel acababa de ganar sus alas...

Así que, ahora, cuando viajo y escucho el travieso cascabel, pienso en aquel motero que bendijo mi moto con su amistad. Sonrío e imagino sus alas.

De vez en cuando algún viejo barco pesquero abandona el puerto lentamente. 
O llega...




domingo, 25 de noviembre de 2012

Cantando bajo la lluvia




Algunos domingos madrugo, me asomo a la ventana y compruebo que sigue lloviendo.
Sonriendo arranco mi motocicleta y enfilo mi silenciosa, brillante y gris calle. Me dan ganas de tocar la bocina y los timbres de todos los portales por los que paso para desear los buenos días a todos los vecinos... pero casi nunca lo hago.

Me encanta conducir cuando llueve, cuando mi destino no es otro sino ninguno. 
Voy cantando, a veces de pie, en ocasiones bailando. Busco mi sombra en el asfalto y encuentro mi reflejo en los charcos. El reflejo de un tipo que canta bajo la lluvia, que se ríe de los chaparrones, que salta en los charcos... que no deja de sonreír a pesar de las borrascas.
Entre canción y canción, entre charco y charco, pienso fugazmente en los que todavía no saben que ya es domingo. En los que aún no saben que está diluviando. En los que no sospechan que también se puede conducir y disfrutar con el mal tiempo, escuchando el silencio de una madrugada de domingo, disfrutando del sonido que producen las gotas de lluvia al golpear mi casco, riéndome de los que se ríen de mí pensando que estoy loco... Qué vacías quedan las casas cuando quedan llenas de gente que no imagina lo que está pasando fuera.

Luego, ya de vuelta, en ocasiones ha dejado de llover. Pero a mí me da lo mismo. Yo sigo cantando, bailando, sonriendo... bajo la lluvia.
Aunque ya no llueva.




A Julio Villar y al hada que me envió el mensaje ;-)

martes, 13 de noviembre de 2012

Zapatillas de papel de plata





Llegó hasta Albacete dando saltos de alegría contagiosa, de foto en foto, de risa en risa, de brindis en brindis. Era imposible no sonreír al verle. Llevaba zapatillas de papel de plata...
No quise molestarle y retrasé el saludo para cuando se quedara a solas, pero él nunca estaba a solas. Nunca le saludé, nunca le abracé, nunca me reí con él, nunca me lo perdonaré.


Siempre que estoy muy contento de alegría me apetece pegar un brinco. Y tocar la bocina en los túneles partiéndome de risa por dentro del casco. Así que en Islandia, entre hermosas cataratas, espectaculares glaciares, majestuosos volcanes y maravillosas puestas de sol no paré de saltar junto a mi muy amigo Juan. Algunos de los mejores saltos de mi vida los recuerdo en aquella derretida y preciosa isla rodeada de ballenas y frailecillos.
Un día, en Gullfoss, vi un reflejo en el cielo. Un brillo plateado iba saltando de nube en nube. Y aquella ruidosa catarata se llevó un millón de lágrimas hasta el océano. Y aquellos brincos dejaron de ser un regalo para convertirse en homenaje... Nunca le saludé, nunca le abracé, nunca me reí con él, nunca me lo perdonaré.






Hacía mucho que no les veía. No importó. Un saludo, un abrazo, una sonrisa... y ya todo era como antes. Ellos me hablaban de Es Vedrá y yo les enseñaba tres gasolineras cerradas. Ellos me hablaban del verano y yo les llevaba hasta montañas nevadas. Ellos intentaban arrancarla y yo les empujaba cuesta abajo. Frente a la chimenea nos quedábamos en silencio. En el cruce de despedida también. En ocasiones, no hace falta hablar, se me nota la felicidad.






La que sí hablaba era una morena que conocí hace no demasiado tiempo. Se peinaba a lo garçon. Ojos oscuros como el fondo del mar aunque brillaban como la luz de los faros a medianoche. Mientras ella hablaba y hablaba yo, aprendiz de sinvergüenza, miraba y miraba. Una noche le dije que no la besaría nunca. No debía hacerlo. Empecé a echar de menos sus besos.
Entonces me di cuenta de que aquel reflejo, tal vez, no fuera el brillo de un faro, sino el de unas zapatillas de papel, de papel de plata. 
Y la volví a mentir.



Y ahora, cada vez que arranco mi moto, paso la mano por su costado y le saludo, le abrazo y me río con él. Espero que me haya perdonado.



viernes, 31 de agosto de 2012

La colilla del adiós


Nunca tengo claro cuándo finalizan mis viajes. En ocasiones terminan al apagar el motor de Áuryn cuando llegamos al garaje. A veces sucede cuando enfilo la vuelta a casa, aunque aún falten muchos kilómetros por recorrer. O cuando termino de ordenar las fotos, o al escribir el punto final de una crónica... Casi podría asegurar que cada viaje termina en un momento distinto.






Todavía no he regresado de mi último viaje, pero hace días que ya ha terminado. No fue cuando, con un abrazo, me despedí de Juan en el norte de Dinamarca al descender del ferry que nos devolvió de Islandia, no.
No fue cuando, en Noruega, la brújula de mi motocicleta señalaba el Sur por primera vez en el ultimo mes, no.
Ni al descargar las cuatro mil fotografías, ni cuando escriba algún relato, si lo hago, ni cuando aparque la moto y la descargue de sus pesadas y polvorientas maletas.






El calor apretaba en la ciudad condal aunque, yo, estaba en la gloria. Ese día me quedaban por recorrer más de ochocientos kilómetros a pesar de que ya eran las siete de la tarde. Pero cualquier excusa era buena para retrasar la salida.
De repente, sin quererlo, mi boca pronunció: “cuando termines de fumar ese cigarrillo me voy”.

Y mientras aquel cigarro se iba transformando en colilla, se iban apagando tres jornadas de magia... como la de aquella carta de corazones, como la melodía que despedía aquel saxo... tres días de risas, de sonrisas, de paseos, de fuentes, ¡ay, las fuentes!, de mojitos, de "robos", de chipirones inventados, de momos, de fotografías de un pie, de cenicientas...









Pero, finalmente, el cigarro se apagó y arranqué mi moto. Con el ruido del motor se hizo el silencio. Observé con desprecio aquella colilla, la colilla del adiós... podríamos hacer como si nos fuéramos a ver mañana, le dije, aunque sea mentira...
Sonreí y me fui. 


Y al irme me di cuenta, de que mi viaje había terminado.
O tal vez no.


martes, 24 de julio de 2012

Viento Sur en el Arzak





Cuando un amigo te propone acudir al restaurante regentado por los Arzak en San Sebastián, para degustar platos y vinos, hacer unas fotos y escribir unas líneas uno piensa: éste tío sabe organizar un plan.
Cuando uno decide ir hasta la Bella Easo trazando curvas por el litoral, hermoso litoral, guipuzcoano uno piensa: éste lugar es un privilegio.




















Cuando a uno le invitan a saborear las mejores ostras de los mejores rincones de la costa francesa en el “Kata.4” donostiarra, bañadas con extraordinarios caldos, uno piensa: es mi día de suerte.



Cuando uno aparca su moto en la puerta del Arzak, uno sonríe y piensa: ¡porque yo lo valgo!




Cuando uno es recibido, junto a sus amigos, por la mejor cocinera del mundo uno no piensa, pero besa y se retrata.





Cuando José Manuel Hernández y Mariano Rodríguez, los afamados sumilleres de Arzak, improvisan una visita guiada por los entresijos de la antigua taberna, llegando a las bodegas que  esconden más de diez mil botellas (yo no las conté, pero había muchas) de cualquier lugar del planeta; pasando por el laboratorio (qué ideas habrán nacido entre esas cuatro paredes); curioseando al “Banco de Sabores”, que contiene más de mil productos e ingredientes con los que investigar y seguir creando; adentrándonos en la cocina, mientras trabajaban más de treinta cocineros... cuanto todo esto pasa, te decía, uno piensa: que no me pellizquen, por si acaso.






















Cuando uno se sienta a la mesa y comparte con sus amigos el pequeño milagro que nace de los fogones del restaurante Arzak, a base de cariño, de mucho cariño, uno sonríe y piensa: ¡qué bien estamos!























Cuando uno se despide de tan simpático lugar y da un paseo por la Concha, con ese equilibrio existencial que únicamente se produce cuando se contemplan las estrellas del firmamento mientras se escucha las olas del mar, uno piensa: Tal vez, solo tal vez, una jornada tan maravillosa sólo exista en los sueños... tal vez...










miércoles, 11 de julio de 2012

La ventanilla de los duendes





El día en que monté en moto por primera vez dejé de preguntar a papá porqué los perros sacan la cabeza por la ventanilla cuando viajan en coche. El misterio había desaparecido según iba apareciendo la magia...
Seguramente esa era la razón por la que hoy, cuando divagaba por una curva cualquiera, decidí seguir a aquel coche. Porque un perro asomaba su cabeza por aquella ventanilla.
Bueno, y porque la conductora me gustaba. Mucho.



Apenas cuesta subir la cuesta que separa el bosque del resto del mundo mundial cuando se hace en tan grata compañía. Apenas puede uno creerse, cuando se dispone a ver unos cuantos árboles pintorrojeados, la “invitación al beso”... porque entonces, el bosque, toma vida propia.









Rectas, círculos, rayos, arco iris, motoristas, diagonales, cubos, voyeurs, brujas, fuego... todo tiene cabida en el bosque de Oma, en el bosque de Ibarrola, en el bosque pintado, en el bosque de los duendes. Y uno se da cuenta de que el artista no inventó nada, de que únicamente puso color en un bosque que ya lo tenía, en un bosque que ya tenía vida propia.


























Y al llegar a la sala de los ojos, te das cuenta de que hay muchos más ojos mirando de los que allí están pintados... y te sientes observado por los árboles... y los duendes.















Y ahora que, bien entrada la noche, compruebo en la pantalla de mi ordenador, que las fotografías, efectivamente, muestran muchas más imágenes y formas de las que creía estar fotografiando. Y veo, junto a mi sofá, ese gorrito azul, como el que llevaban los duendes del bosque, como el que llevaba aquella conductora que me gustaba, la que conducía un coche en el que un perro asomaba su cabeza por la ventanilla preguntándose, tal vez, qué magia atraía al tipo aquel que, en su moto, divagaba distraído entre curvas, detrás de un coche con ventanillas bajadas...







martes, 26 de junio de 2012

Momentos evocadores






En ocasiones, en algunas ocasiones, recibo algún mensaje de alguien que pasando por algún lugar o al vivir alguna situación peculiar, se ha acordado de algún capítulo de los que, con mayor o menor fortuna, "escondo" por aquí.

No me sorprende cuando se trata de algún amigo mío. Yo sé que aparezco por su memoria, junto a mis ancestros, cada vez que se ven envueltos en algún "por aquí no era" o siempre que sus señoras llegan a casa con un perfume de varón. Ah, se siente.

Pero, en otras ocasiones, se trata de gente a la que no conozco personalmente. Y me cuentan que tal o cual relato les ha inspirado para ir a conocer alguna carretera o cualquier otro rincón más o menos recordado por mí... me sorprenden con que tal o cual fotografía les ha impulsado para hacer ellos otra parecida (generalmente más chula que la mía)... o me atiborran a preguntas sobre qué llevaba puesto en tal o cual viaje (todavía aguantan las botas, Javi).

Por mi buzón de correo han pasado gasolineras, atardeceres, señales de tráfico, trajes, islas, acantilados, flores, túneles, puentes, cabos, faros, sombras, gafas de espejo, charcos, cruces, espejos, camareras, tartas de frambuesa, pegatinas, risas, mezquitas, puertos alpinos, hoteles, rutas, expresiones y mojones.

Y cada vez que llega alguno de estos mensajes con algún momento evocado por este humilde escribiente, fluye la inspiración e imagino otras fotografías en otros kilómetros...

Por eso, en ocasiones, en algunas ocasiones, cuando recibo algún mensaje de alguien que pasando por algún lugar o al vivir alguna situación peculiar, se ha acordado de algún capítulo de los que, con mayor o menor fortuna, "escondo" por aquí, sonrío...

... porque la evocación de los momentos evocadores, mola.